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SOBRE LA FUNCIÓN SOCIAL DEL TEATRO Y DEL ESPECTADOR (SI, TODOS CUMPLIMOS ROLES)

  • Foto del escritor: Marina Ollari
    Marina Ollari
  • 5 dic 2016
  • 3 Min. de lectura

Actualizado: 22 ene 2019


/ Reflexiones post PRUEBA III: Las convenciones


Hace poco cerré una conversación comentándole a alguien que me encontraba camino a un ensayo. Me contestó con tinte jocoso: “Entonces estás a un paso de la ficción”. A lo que respondí, un poco más en serio, que en realidad ESTO es la ficción.


Tuve la suerte de asistir en estos días a una de las funciones de La prueba III de la compañía escénica Buenos Aires, que nos introduce en un lúcido experimento existencialista. A través de un dispositivo (escénico) nos obliga a sentarnos y abrir los ojos cual Alexander DeLarge y a aprehender al universo de lo cotidiano desde la mirada desfachatada, punzante y sádica de un idiota. El idiota, ese personaje irritante por su extrema sinceridad, se nos presenta a nosotros (en tanto espectadores “externos” de aquella representación) como querible, en tanto inimputable. La locura es el atributo que permite por excelencia la emergencia de lo no dicho. En términos foucaultianos, no hay sociedad sin un sistema de coacciones, no existe. Y a su vez, habrá siempre un determinado número de individuos que no obedecerán a dicho sistema, con cierta tendencia a escapar de él. Dado que quienes tienen el poder/saber definen lo que es normal y lo que no lo es habrá diversas formas de categorizar a lo marginal, lo patológico. El “loco” es la categoría de individuo que va a presentarse en estos márgenes necesarios, indispensables para las sociedades contemporáneas.


En la propuesta experiencial de la Prueba III, el personaje del idiota pone de relieve en un mismo movimiento los absurdos de la representación realista escenificada dramáticamente y a la vez, en un acto casi involuntario (después de todo es un idiota) nos refriega en las narices el absurdo de nuestra vida toda. Es entonces cuando la risa del espectador abutacado se transforma en mueca. La obra no sólo rompe con las convenciones de montaje realista, sino que además nos mira fijo, nos señala e impugna nuestro mirar. Cuando parecemos aceptar y adecuarnos también a este nuevo código refutador entonces las luces se apagan. Aplaudimos, saludamos a un conocido o dos y bajamos las escaleras que dan a la calle Bravard, al frío y a la caminata hacia el hogar un tanto aturdidos, volviendo a ratificar, una vez más, cuán funcionales somos a esta irracional, injustificada e injustificable maquinaria idiota (como diría Bartolo), a la que no cuestionamos lo suficiente ya sea por negación, domesticación o simplemente por cagones.


Agradecí haber ido en voz alta. Este es el teatro que me motiva, que me incendia. Reflexionémonos oh cómodos y acomodados burgueses. Levantémonos de cualquiera sea el mobiliario sobre el que nos sentamos y asentamos. Después de todo, como diría Foucault, es indiscutible que no pueden existir relaciones de poder más que en la medida en que los sujetos sean libres. – Teatro, lo lograste, acá me tenés, parada en el sillón con el brazo alzado y el puño como una roca. ¿Y ahora?, decime ¿Qué tengo que hacer, teatro?


“Entonces ¿Qué es la locura, en su forma más general, pero la más concreta, para quien recusa la puesta en juego de todas las capturas ejercidas sobre ella por el saber? Sin duda ninguna otra cosa que la ausencia de obra. La existencia de la locura, ¿qué lugar puede tener en el devenir? ¿Cuál es su lugar? Muy pequeño sin duda, algunas olitas que inquietan poco y no alteran la gran calma razonable de la historia”. (Prefacio a La historia de la locura. Michel Foucault. Hambourg, 5 de febrero de 1960).

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